viernes, 22 de abril de 2016

Sucesos.
Sucede que con frecuencia, recorremos el mismo camino
Nos tropezamos dos, tres veces o más con la misma piedra
Nos espantan los mismos perros, caemos en los mismos lodos
De otros tiempos.
 
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Sucede que con frecuencia damos vueltas y vueltas
En la misma vieja casa de los espejos, nos encontramos de frente
Con la cara del que antes fuimos, del que somos y ya no,
Sucede que a veces nos espantamos con nuestra propia sombra
Y llenos de pánico rezamos dos, tres o más veces un Padre Nuestro.

Sucede que con frecuencia olvidamos los años, los rostros
Y vamos por ahí tratando de encontrar en plena calle al niño
Que fuimos, que somos y ya no, a los amigos de la cuadra,
Al viejo balón rojo, al castillo de lodo y piedras que alguna vez
Armamos en medio de un charco.

Sucede que a veces el dolor en los huesos de las manos
Se torna insoportable,
Sobre todo a la hora de escribir de estas cosas que antes no dolían
Ni importaban, ni le importan a nadie que no sea uno mismo.

Sucede que a veces los universos se cruzan y evitan
Que nos volvamos irremediable y permanentemente locos…


22 Abril 2016

¿No vas a ver a tu tía?
Pregunta mi madre al hijo que la llevó al velatorio allá, lejos y de noche a despedir a su segunda hermana (la tía Manuela hacía algunos años que ya había fallecido, amputada, llena de dolor a causa de la maldita diabetes que se la fue comiendo a trozos), afuera llueve como de costumbre.
En México, al menos en el centro de la república, casi siempre llueve, no recuerdo algún acontecimiento en mi vida en que no haya estado presente la lluvia y el aroma de la tierra mojada tan común en zonas no urbanas como la mía.
Si alguien termina el colegio hay que hacer el festival temprano por si llueve, que si hay una carne asada en casa, poner la lona por si llueve,  que si alguien intenta llegar al trabajo hay que salir temprano por si llueve, y así infinidad de cosas que irremediablemente nos mantienen unidos a los capitalinos con la lluvia.
La noche es fresca tirando a fría, vamos los tres representantes del ala más alejada de la familia, mi mamá, mi hermana y yo, nos tomamos de los brazos, entramos juntos, sosteniendo a mi madre, dándole ánimos para que siga por el amplio pasillo que nos conduce a la sala en donde yace la Tía Elena.
En la sala de espera charlan y ríen los muchos amigos que acompañaron a mi primo Alejandro – a la postre, único sobreviviente de aquella familia- nos miran como siempre, con la misma mirada que tanto daño causó a la relación familiar, somos los “inditos”, “los xochimilcas”, aquellos a los que sólo les falta el calzón de manta y el cerdito en brazos, “el Kika” se levanta, trae puesta una gabardina larga de piel negra y una boina que le ayuda a soportar el frío en la rapada cabeza, saluda a mi madre de mano, no hay un beso de por medio, a nosotros nos dirige apenas un “quihubo?” forzado, tampoco se digna a presentar ante nadie a la Tía (su) Tía Rosita.
Y es que no debe ser fácil para el orgullo chilango, máxime si se es oriundo de Tacuba o La Pensil para ser exactos, dar el brazo a torcer, tal parece que bajarle unas rayitas a la soberbia no es el estilo del barrio y mucho menos de quien cree ser el amo de la banda.
http://catorcecosas.com/author/miguel-aranda/

Pocas veces de chaval acudí a saludar a la tía Elena, íbamos obligados por las circunstancias de que mi madre no tenía con quien dejar a los hijos encargados, vagamente recuerdo el trayecto: un camión que corría sobre la calzada de Tlalpan, bajarnos en av. Del Taller y tomar un trolebús a Tacuba, pasar caminando a un lado de un local en donde vendían quesadillas fritas que calmaban el hambre de los dos o tres chamacos que colgábamos del delantal de mi madre.
Una bolsa de mandado repleta de fruta era lo que invariablemente llevábamos cargando para la familia de Tacubita la bella, sólo que cuando llegábamos exhaustos hasta la puerta de la vieja casona nos golpeaba el olfato un aroma a viejo, ese aroma del cual uno nunca se puede desprender, el olor a vecindad, aromas de todo tipo y el miedo atroz que nos daba ver que sólo mi madre podía pasar a la casa, los niños que se queden afuera al fin no pasa nada.
Sólo nos era permitido entrar al baño unos minutos antes de emprender el regreso a casa y era entonces que podía saludar a mi prima Susana, que nació con parálisis cerebral y que siempre estaba recostada en el sillón de la sala, su cuerpo extrañamente tenso y arqueado se agitaba de alegría cuando furtivamente le tocaba la mano, casi siempre venía el regaño desde la recámara del pasillo: Deja en paz a tu prima! Y yo, salía corriendo rumbo al baño no para hacer cualquier necesidad fisiológica sino más bien para esconderme de la mirada agreste de la Tía Elena, invariablemente vestida de negro.
Junto al baño un cuarto destechado en donde colocaron un boiler de leña y  decenas de palomas que parecían burlarse de mi infantil espanto, yo me encerraba hasta que mi madre fuera por mí, esa era la señal de que la tortura acabaría.
Llevábamos fruta recuerdo y mi mamá siempre traía lágrimas de regreso y otra vez el recorrido hasta la casa, otra vez a esperar el camioncito de regreso a nuestra patria chica, a nuestro pequeño patio lleno de macetas y flores!
No vas a ver a tu Tía?
Pregunta mi madre delante de mi primo el machín del barrio, el de la mirada torva e innumerables caídas a chirona…
¿Y que le veo, jefa? Si ella nunca nos vió cuando estaba viva, ya ahorita como pa que, no crees?
Siento la mirada rencorosa del Kika, se la devuelvo de tú a tú, total que puede pasar?  Tal vez ésta fuera la ocasión de reivindicar a los Inditos xochimilcas de tanto agravio.
Con el codo busco mi “fierro”, ahí sigue firme y a la orden mi Beretta de 15 tiros, tomamos a la jefa del brazo y así, sin despedirnos de nadie salimos lentamente del velatorio aquél.
Afuera, como de costumbre…llueve.


22 abril 2016

viernes, 8 de abril de 2016

Oasis


En realidad no estaba vencido, tal vez solo un poco ebrio
cuando decidió hacerlo y es que uno nunca sabe cuando sale a la calle
si ha de volver o no,
uno nunca sabe con lo que habrá de toparse a la vuelta de la esquina,
la vida funciona como una caja de bombones, uno nunca sabe
de que sabor te tocará, hasta que lo pruebas.

Y es así que aquella tarde, atiborrado entre sudorosos cuerpos 
entre humores de obreros regresando a casa, apretujados en el vagón
de los sueños, en una de esas tantas fallas en las que el tren invariablemente
se detenía entre estaciones, sin aviso previo, con los ventiladores apagados a pesar
del calor de un abril como éste mismo, encontró entre tanto viajero cabizbajo
a la que pudo ser la compañera que tanto necesitaba para ser feliz.

Ahí, a sólo cuatro metros de distancia estaba ella, leyendo a Cortázar 
con los audífonos puestos y los ojos más encantadores que hubiese
visto nunca, ahí a sólo cuatro insalvables metros, la imaginó como
un oasis fresco, manantial de inacabable frescura, a sólo cuatro insalvables
metros! Intentó abrirse paso a codazos y empujones, necesitaba abordarla
antes de que el tren llegara a la próxima estación, si tan sólo pudiera...

El destino es así, burlón e irreverente, justo cuando le faltaban unos pasos
para que al menos ella pudiera escucharlo, el tipo que viajaba detrás
le sacó la billetera del bolso trasero de su viejo Levis que alguna vez fué azul,
intentó en vano recuperar su preciado tesoro, y es que no importaba tanto
en verdad la poca plata que cargaba en ella, sino recuperar sus identificaciones
y el comprobante de las prendas que acababa de empeñar para salvar
la quincena.

Chirriando como el acero ardiente cuando lo enfrías a cubetazos, 
el tren llegó a la estación terminal, al bajar la muchedumbre vió en el piso
su billetera saqueada, con las tripas de fuera y algunos pocos papeles
tirados y pisoteados que levantó con rabia e impotencia.

Llegó a su penumbra habitual, su cuarto de azotea que , otra vez, estaba con la
luz cortada por falta de pago, buscó en el cajón de madera que le servía de 
alacena, con la llama del encendedor iluminó una botella a medio empezar
que alguna vez sobró del bautizo del hijo de un vecino. Se sirvió  un vaso
casi a tres cuartos, sin hielo ni refresco, se lo bebió y brindó por Cortázar y los obreros
por el metro y sus fallas, por su casera y los de la compañía de luz que no dejan 
de joder al jodido, bebió y brindó una, o veinte veces, nunca lo supo, pero al día
siguiente, con sólo un hilo, aguja y tinta se tatuó en el antebrazo izquierdo
la palabra "Oasis", así bautizó a la pasajera sorda que nunca escuchó la voz que 
desde el infierno del metro le pedía que lo salvara de regresar nuevamente a su tristeza
a la penumbra habitual de su viejo cuarto de azotea.