¿No vas a ver a tu
tía?
Pregunta mi madre al hijo que la llevó al velatorio allá,
lejos y de noche a despedir a su segunda hermana (la tía Manuela hacía algunos
años que ya había fallecido, amputada, llena de dolor a causa de la maldita
diabetes que se la fue comiendo a trozos), afuera llueve como de costumbre.
En México, al menos en el centro de la república, casi
siempre llueve, no recuerdo algún acontecimiento en mi vida en que no haya
estado presente la lluvia y el aroma de la tierra mojada tan común en zonas no
urbanas como la mía.
Si alguien termina el colegio hay que hacer el festival
temprano por si llueve, que si hay una carne asada en casa, poner la lona por
si llueve, que si alguien intenta llegar
al trabajo hay que salir temprano por si llueve, y así infinidad de cosas que
irremediablemente nos mantienen unidos a los capitalinos con la lluvia.
La noche es fresca tirando a fría, vamos los tres
representantes del ala más alejada de la familia, mi mamá, mi hermana y yo, nos
tomamos de los brazos, entramos juntos, sosteniendo a mi madre, dándole ánimos
para que siga por el amplio pasillo que nos conduce a la sala en donde yace la
Tía Elena.
En la sala de espera charlan y ríen los muchos amigos que
acompañaron a mi primo Alejandro – a la postre, único sobreviviente de aquella
familia- nos miran como siempre, con la misma mirada que tanto daño causó a la
relación familiar, somos los “inditos”, “los xochimilcas”, aquellos a los que
sólo les falta el calzón de manta y el cerdito en brazos, “el Kika” se levanta,
trae puesta una gabardina larga de piel negra y una boina que le ayuda a
soportar el frío en la rapada cabeza, saluda a mi madre de mano, no hay un beso
de por medio, a nosotros nos dirige apenas un “quihubo?” forzado, tampoco se
digna a presentar ante nadie a la Tía (su) Tía Rosita.
Y es que no debe ser fácil para el orgullo chilango, máxime
si se es oriundo de Tacuba o La Pensil para ser exactos, dar el brazo a torcer,
tal parece que bajarle unas rayitas a la soberbia no es el estilo del barrio y
mucho menos de quien cree ser el amo de la banda.
http://catorcecosas.com/author/miguel-aranda/
Pocas veces de chaval acudí a saludar a la tía Elena, íbamos
obligados por las circunstancias de que mi madre no tenía con quien dejar a los
hijos encargados, vagamente recuerdo el trayecto: un camión que corría sobre la
calzada de Tlalpan, bajarnos en av. Del Taller y tomar un trolebús a Tacuba,
pasar caminando a un lado de un local en donde vendían quesadillas fritas que
calmaban el hambre de los dos o tres chamacos que colgábamos del delantal de mi
madre.
Una bolsa de mandado repleta de fruta era lo que
invariablemente llevábamos cargando para la familia de Tacubita la bella, sólo
que cuando llegábamos exhaustos hasta la puerta de la vieja casona nos golpeaba
el olfato un aroma a viejo, ese aroma del cual uno nunca se puede desprender,
el olor a vecindad, aromas de todo tipo y el miedo atroz que nos daba ver que
sólo mi madre podía pasar a la casa, los niños que se queden afuera al fin no
pasa nada.
Sólo nos era permitido entrar al baño unos minutos antes de
emprender el regreso a casa y era entonces que podía saludar a mi prima Susana,
que nació con parálisis cerebral y que siempre estaba recostada en el sillón de
la sala, su cuerpo extrañamente tenso y arqueado se agitaba de alegría cuando
furtivamente le tocaba la mano, casi siempre venía el regaño desde la recámara
del pasillo: Deja en paz a tu prima! Y yo, salía corriendo rumbo al baño no
para hacer cualquier necesidad fisiológica sino más bien para esconderme de la
mirada agreste de la Tía Elena, invariablemente vestida de negro.
Junto al baño un cuarto destechado en donde colocaron un
boiler de leña y decenas de palomas que
parecían burlarse de mi infantil espanto, yo me encerraba hasta que mi madre
fuera por mí, esa era la señal de que la tortura acabaría.
Llevábamos fruta recuerdo y mi mamá siempre traía lágrimas
de regreso y otra vez el recorrido hasta la casa, otra vez a esperar el
camioncito de regreso a nuestra patria chica, a nuestro pequeño patio lleno de
macetas y flores!
No vas a ver a tu Tía?
Pregunta mi madre delante de mi primo el machín del barrio,
el de la mirada torva e innumerables caídas a chirona…
¿Y que le veo, jefa? Si ella nunca nos vió cuando estaba
viva, ya ahorita como pa que, no crees?
Siento la mirada rencorosa del Kika, se la devuelvo de tú a
tú, total que puede pasar? Tal vez ésta
fuera la ocasión de reivindicar a los Inditos xochimilcas de tanto agravio.
Con el codo busco mi “fierro”, ahí sigue firme y a la orden
mi Beretta de 15 tiros, tomamos a la jefa del brazo y así, sin despedirnos de
nadie salimos lentamente del velatorio aquél.
Afuera, como de costumbre…llueve.
22 abril 2016
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