miércoles, 10 de octubre de 2007

Don Crispín

Don Crispín era una persona buena, buena con sus amistades, sus compadres de Río Arriba y también con sus compadres que se fueron pa´l otro lado, les cuidaba sus tierritas abandonadas y hasta se hizo cargo de cobrar unos centavos que les habían quedado a deber en la tienda del pueblo.

Don Crispín era, a fin de cuentas, una persona buena, al menos eso decían sus dos mujeres y sus ocho hijos a los que difícilmente podía mantener y alimentar, nunca abusaba del alcohol y de vez en cuando sólo se fumaba uno o dos cigarrillos cada viernes por la tarde.

Acostumbraba acudir al billar de Nicanor el hijo menor de Agustín Morales y de Macrina Juárez su ex compañera de banca en el catecismo, y que murió en la última crecida del río, siempre que veía a Nicanor le parecía ver el brillo de los ojos de Macrina, ojos que se apagaron con el agua rebotada y color café del río escondido, el mismo río que se la llevó y no la devolvió sino hasta cuatro días después en que la encontraron atorada en un árbol de la ranchería de Atlautla que quedaba casi a dos días de camino a lomo de mula.

Tal vez ésa era la intención de acudir al billar, de alguna manera se sentía comprometido con Nicanor, al que sin decírselo, lo veía como a un hijo, ya que su verdadero padre, a raíz de la muerte de Macrina, lo había abandonado a su suerte en ese pueblo en el que a duras penas se sostenían de pie las mazorcas, en donde la única manera de olvidar la pobreza era embriagándose o peleando a machetazo limpio por casi cualquier motivo.

Crispín era resumidamente un hombre bueno, le gustaba saludar a los niños cuando pasaban por detrás de su corral, camino de la escuela, la misma escuela que él ayudo con su manos a construir y que después de tanto tiempo aún no tenía puertas ni baños, sólo una letrina cavada junto al árbol quemado, y un retrato de un héroe que alguien trajo un día de la capital.

Siempre que veía a los niños alejarse, le gustaba pensar que habría sido de su vida si él hubiese podido tener la oportunidad de aprender a leer y escribir, se imaginaba viviendo en otra parte, manejando un cochezote, bien bañado y con las manos sin callos, se imaginaba también comprándole una casa a sus dos mujeres, una a cada quien por supuesto, en donde cupieran sus ocho hijos y su perro Coronel, faltaba más.

Coronel era un perrito criollo de color miel, que siempre se encargaba de ladrarle cuando veía que su amo se quedaba pensativo, recargado en la tranca del corral, él siempre le recordaba que debía seguir con su trajín diario, alimentar a los puercos que ya pronto estarían a punto de venta, ir por rastrojo para las dos vacas y traer del monte dos atados de leña para alimentar el fogoncito en el cual cocinaban los frijoles que Crispín mismo cosechaba.

A Crispín no se le conocía enemigo alguno, nunca nadie se quejó de él, ni tampoco se supo de que hubiera tenido problemas con alguien por absolutamente nada, vamos ni siquiera con el ex marido de su segunda mujer, la cual un buen día le abrió las puertas de su casa y su corazón, al mismo tiempo que echaba de su vida al marido borracho e irresponsable, mismo que simple y llanamente nunca regresó ni siquiera por la mulita flaca que le ayudaba a cargar leña para vender en el pueblo y en la cual se le podía ver venir por la tarde, echado en sus lomos perdido de alcohol.

Crispín era un hombre bueno y eso todos en la ranchería lo sabían, desgraciadamente nunca pudieron decírselo a los militares que aquella tarde se lo llevaron quesque porque era el enlace con los del Ejército Popular, ¡pero que va a ser, si ni siquiera tenía una escopeta en su casa, mucho menos para comprarla!

Junto con él se llevaron a otros cuatro muchachos más por el simple delito de usar botas mineras, como las que usa la guerrilla y como los vieron jóvenes, pues nomás por eso el teniente que venía al mando dio la orden de subirlos a los camiones. Se los llevaron amarrados, con las manos atrás y tirados en piso del camión, le gente pudo ver cómo les apuntaban los militares con sus rifles en la cabeza mientras otros ponían sus botas sobre de ellos, para no dejarlos mover.

Los amarraron con unas tiras de plástico bien apretadas, tan apretadas que las manos luego luego se les pusieron moradas, el teniente aquel dijo que se los llevarían para interrogarlos y que si no debían nada, en unos días más estarían de regreso.

De esto que te cuento han pasado ya casi seis meses y nadie ha podido investigar a donde se los llevaron, nadie sabe dar razón, dicen en el cuartel militar que no tienen a nadie detenido con esas señas, en la jefatura de policía se hacen los desentendidos, dicen que en cosas del ejército ellos no se meten, el alcalde ha prometido investigar que pasó, pero han pasado casi seis meses y no atiende a nadie, ni dice donde están.

El Lunes pasado alguien corrió la noticia de que habían vuelto a ver a Crispín y todos en la ranchería corrimos para tratar de saber más, nos fuimos juntos al río y allí efectivamente estaba Crispín, tenía los dientes rotos y aún llevaba las tiras de plástico en las manos, su chamarra estaba rota y manchada de sangre seca, al menos eso fue lo que pudimos ver los pocos que aguantamos el olor a carne descompuesta que despedía su cuerpo, efectivamente ahí estaba Crispín el hombre más bueno que pude conocer en aquel pueblo del que hoy, junto con Nicanor y otros muchachos como yo, nos vamos, llevamos algo de comida: tortillas, carne seca, un poco de ron, chile y otras cosas más que nos ayudarán a llegar hasta donde se encuentran los del Ejército Popular.


A la memoria de Ernesto Guevara de la Serna
a 40 años de su muerte