jueves, 23 de junio de 2011

SENTIR EL CÉSPED

Sitio de amor, lugar en que he vivido

de lejos, tú, ignorada,
amada que he callado, mirada que no he visto,
mentira que me dije y no he creído:
en esta hora en que los dos, sin ambos,
a llanto y odio y muerte nos quisimos,
estoy, no sé si estoy, ¡si yo estuviera!,
queriéndote, llorándome, perdido.


(Esta es la última vez que yo te quiero.
En serio te lo digo.)

                             Jaime Sabines


A Daniel le duele la espalda, pero éste no es el dolor al que los taxistas como él suelen acostumbrarse con el tiempo. No, el dolor de Daniel es de otra índole y en parte, tiene que ver con aquél accidente de hace diez años, cuando el conductor del trolebús, distraído con el tocacintas, estúpidamente decidió ignorar la luz roja en la que debería haber frenado esa inmensa mole de hierro y que embistió de costado al vochito del año que manejaba Daniel para llevar a Marisela a su nuevo trabajo allá por los rumbos de Coyoacán.

El impacto fue, por decir lo menos, brutal. Tanto así que el vochito que circulaba en el carril de baja con dirección al Norte, quedó montado sobre el camellón que divide División del Norte en su cruce con Miguel Ángel de Quevedo; más de una hora tardaron los servicios de emergencia en rescatar el cuerpo adolorido de Marisela, más de una hora en la que él, trató en vano de mantener su rodilla izquierda en su lugar, más de una hora en la que vio conmovido la espalda fragmentada de Marisela.

Apenas tenía un mes que les habían entregado el Volkswagen, blanco y austero pero del año, que con tanto esfuerzo lograron comprar juntando un poco del dinero que entre él y ella recibieron como liquidación del banco que los echó a la calle, después de haber prestado sus servicios por más de quince años continuos.

Daniel y Marisela se conocieron en una fiesta de fin de año, ésas que acostumbran celebrar las empresas para agasajar a sus empleados; él pertenecía al área de contabilidad y ella se acababa de incorporar al área de sistemas del Banco de Comercio que se ubicaba en pleno centro de la Ciudad, a media cuadra exacta de la XEW de Ayuntamiento y a cuatro cuadras de la Alameda Central. A Marisela le entusiasmaba caminar frente a la estación de radio, se imaginaba que en una de esas podría encontrarse con artistas de renombre; a veces también se imaginaba que era una cantante famosa deseando pasar desapercibida para el común de los mortales y que para hacerlo, se escondía en el edificio de cuatro plantas del banco aquel, ése era el verdadero motivo por el cual siempre entraba en las mañanas sonriente a su trabajo.

A Marisela le gustaba caminar, disfrutar los olores y colores de la calle de Ayuntamiento, no le importaba que para ello se tuviera que bajar en la estación Juárez del metro, le gustaba el trajín de los negocios que a esa hora comenzaban a levantar sus cortinas metálicas, grandes almacenes de azulejo y artículos para baño, y algunos otros dedicados a las cuestiones eléctricas; le gustaba ver los aparadores llenos de lámparas para techo o de buró y espejos para baño con iluminación de lo más moderna, nada que ver con los focos amarillentos que alumbraban tristemente el cuarto que ocupaba con su madre en la calle de Naranjo, allá por Santa María la Ribera; le ilusionaba pensar que algún día ella misma escogería el azulejo y los pisos para su propia casa, a su madre le dejaría escoger las lámparas del techo, pero eso sí, deberían tener incorporado un abanico en forma de hélices de madera, porque su casa debería ser fresca y muy iluminada, tendría grandes ventanas que permitirían el paso de la luz del sol y, si fuera posible, también un pequeño jardincito al frente para poder cultivar rosales de muchos colores o ¿serían gardenias? En fin, eso era lo de menos, pero de que tendría césped, ¡vaya que lo tendría!

A Marisela siempre le gustó sentir el césped con sus pies desnudos, le agradaba mucho esa sensación de cosquilleo que transmite el pasto a quienes se atreven a quitarse los zapatos.

Le gustaba la hora de la comida; acudía a un lugar que ofrecía comidas corridas a muy buen precio, las raciones eran bastante generosas y sobre todo tenía la fondita aquel olor de las cocinas de su barrio, un olor a frijoles de la olla mezclado con el de la ciudad que invariablemente a esa hora, atiborraba sus calles de camiones y cientos de autos que sin piedad, arrojaban sus negros vapores al aire.

Al volver, le llamaba mucho la atención atisbar al interior de las cantinas que a veces dejaban ver como en un sutil coqueteo a su selecta clientela: músicos desafinados procurando endulzar el aturdido oído de los parroquianos, niños vendedores de chicles, boleritos con su cajón de madera lustrando zapatos que muchas de las veces sucumbirán bajo los jugos gástricos vomitados por sus dueños. Si podía, hacía coincidir su andar con el abrir de alguna de las puertas de la cantina, miraba de reojo su reflejo en el inmenso espejo que se ubicaba justo detrás de la barra y que parecía tener la misma o más edad que la vieja cantina y sus dueños, le gustaba su imagen, le gustaba sentirse halagada por su figura, le gustaba lo que el espejo le devolvía: una Marisela en la flor de la edad, deseosa de comerse el mundo a tarascadas.

Era el primer festejo al que acudía por parte del banco y nunca se imaginó estar en un lugar como aquél, un hotel de lujo en plena avenida Reforma. Ella que los veía sólo de vez en vez a través del cristal del Ruta 100, cuando acudía a Chapultepec en compañía casi siempre de su madre y algún familiar que, venido de lejos, les pedía servir de guía en la Ciudad que tanto amaba y de la cual se sentía tan orgullosa de revelar a sus fuereños familiares, devueltos siempre a su terruño con el ojo cuadrado y espantados de tanta modernidad.

Marisela nunca imaginó que en el banco pudiera laborar tanta gente como la que estaba reunida esa noche en ese lujoso salón, atiborrado de meseros y de los acordes de una orquesta que tocaba los ritmos de moda y que, en honor a la verdad, la deslumbró.

Junto a sus compañeras de área se divertía tratando de contar cuanta gente se encontraba en ese momento en la fiesta; fue en una de esas tantas idas al baño que las mujeres acostumbran realizar casi siempre en pareja cuando, sin querer, tropezó con Daniel volcándole el vaso que éste traía en la mano, sobre el traje color verde y cuyo olor a nuevo aún no se esfumaba del todo.

Daniel no aceptó un “disculpe” como excusa sino que, en venganza, casi obligó a Marisela a bailar con él, ése era el precio que ella tendría que pagar si quería ser disculpada.

Marisela se sintió atrapada por aquél hombre, por primera vez en su vida supo lo que era bailar toda la noche y reír con las ocurrencias que apagadas por el ruido de la orquesta casi le tenía que gritar al oído el hasta hoy, desconocido Daniel.

Daniel formaba parte del equipo de atletismo del banco y como trabajador sindicalizado, tenía ciertos privilegios que le permitían entrar un poco más tarde a laborar después de cumplir con su rutina de entrenamiento previo, casi siempre, a competencias de diversa importancia dentro de la Federación de Sindicatos Bancarios.

Ese año en particular revestía especial importancia para Daniel, ya que si lograba obtener una medalla de oro en los juegos de Octubre podría ser catapultado a participar en los Juegos del Caribe que se celebrarían en Cuba, lugar que siempre soñó conocer, pasear por su Malecón, conocer sus costumbres, disfrutar un mojito en plena Habana, saludar al Embajador, ser condecorado, ¿por qué no? Por el mismísimo Fidel, regresar a México como un campeón, un vencedor por todo lo alto.

Para eso se preparaba, para eso y para poder alejarse el mayor tiempo posible de Elena, la esposa con la cual compartía un pequeño departamento muy cerca del metro San Antonio Abad, así como las tardes y noches de infierno en que se había convertido su vida.

Elena laboraba en el Hospital Juárez, justamente en la recién remodelada sección de cuneros y en la medida de lo posible, procuraba cubrir guardias o doblar turnos con tal de no regresar a su casa y encontrar los reproches y el mal genio de Daniel, el hombre con el cual decidió crear un hogar y compartirlo todo “hasta que la muerte los separara”; lamentablemente para Elena, Daniel comenzó a exigir cada vez más y más con el pretexto de que él era un campeón y ella no pasaba de ser una “simple enfermerita”, reproches y amenazas de muerte ante los cuales ella se rebelaba, espetándole su conducta machista y retrógrada cada vez que podía y antes de que Daniel, casi siempre alcoholizado, se quedara dormido en el sillón de la sala.

Daniel, contrariando la costumbre de los verdaderos atletas, había hecho suya la afición de acudir dos o tres veces por semana a la cantina que estaba cerca de su trabajo con el pretexto de que ahí servían mejor botana que bebida, llegando incluso a no estar en condiciones de regresar a laborar, ausencias que invariablemente el Sindicato disfrazaba como “comisiones especiales” y que sin chistar, el área de Recursos Humanos justificaba ante el gerente en turno.

El alcohol comenzaba a hacer estragos en los tiempos de pista de Daniel, tiempos que en vano trataba de recuperar sobreentrenándose y sometiendo su cuerpo a esfuerzos para los cuales no estaba preparado ni física ni mentalmente, y era esa frustración la que invariablemente lo empujaba a buscar consuelo en la cantina y en sus fieles compañeros de “comisión”. Esa tarde, como tantas otras, se le pasaron las “cucharadas”, un amigo que no estaba en tan mal estado se acomidió a manejar el viejo Valiant azul del “Campeón” hasta calzada de Tlalpan en la Colonia Obrera, para depositar en propia puerta el auto y a su etílico propietario.

Daniel, ya seguro en su casa, encendió el modular a todo volumen y sin poder contener la tentación, sacó de un librero falso una botella de Azteca de Oro que escondió de su último cumpleaños, y que Elena no pudo encontrar para tirar su contenido al drenaje como lo había hecho en no pocas ocasiones; bebió uno, dos, tal vez tres vasos de brandy sin refresco ni hielos, “derecho como los hombres” se decía a sí mismo, por eso y para no acostarse en la misma cama que Elena, una vez más, se quedó dormido en el sillón; tal vez por el alcohol que aún corría por sus venas fue que no sintió el terremoto que esa mañana del 19 de septiembre despertó a sus vecinos y que a muchos otros los hizo regresar, cuando apenas se aprestaban a abordar el autobús rumbo a sus trabajos o a sus escuelas, sólo para encontrarse con que sus viviendas se habían convertido en un triste montón de escombros y quejidos.

Tal vez por eso fue que cuando llegó a su trabajo, no pudo parar de reír de la felicidad que según él, le causaba saber que Elena, su compañera de hacía varios años, había quedado atrapada bajo los escombros del Hospital Juárez; fue tal vez el alcohol que aún transpiraba lo que le hizo volverse casi loco de contento al gritar a todos los que a esa hora se encontraban en el banco, que su “infierno” al fin había terminado.

Fue su propio jefe el que lo obligó a retirarse del lugar e incluso comisionó a un chofer del mismo banco para que lo llevara a su casa, firmándole un adelanto de vacaciones para que pudiera enterrar a Elena en cuanto su cuerpo fuera rescatado de entre los escombros.

Lo que Daniel no sabía es que esa mañana, Elena debería comenzar un nuevo turno, le había tocado cubrir la ausencia de una de sus compañeras y se alistaba para cubrir el suyo propio, se sentía algo incómoda por la desvelada, por eso pidió a la jefa de enfermeras permiso para salir a bañarse en unos baños públicos cercanos, y de regreso desayunar una torta de tamal con un buen vaso de arroz con leche. En la entrada del Hospital se encontró con Carmen, una jovencita oriunda de Tláhuac que realizaba sus prácticas profesionales y que, al no traer el suéter del uniforme, venía casi azul y tiritando de frío; ese año a Elena le había parecido en particular un poco más frío que el anterior, por eso le prestó su suéter a Carmen, prometiéndole ésta que cuando regresara se lo devolvería, pasando desapercibido para ambas un pequeño detalle: a Elena se le olvidó quitarle al suéter la plaquita metálica con su nombre.

Dos días tardaron en recuperar el cuerpo aplastado de la supuesta Elena. Dos días en que ansioso, Daniel esperó con todos los trámites hechos en la funeraria para ser viudo oficialmente y poder comprometerse de manera formal con Marisela, quien dicho sea de paso, ignoraba su condición de casado y casi viudo.

Con dos días de ventaja, Elena pudo, con ayuda de su familia, cruzar el país y la frontera norte, dos días que le ayudaron a escapar del infierno en que se había convertido su vida y también su ciudad, estaba consciente de que extrañaría muchas cosas que dejaba atrás: a sus familiares y amigos, su trabajo en el Hospital Juárez, a su perro “Manchas” y a su Daniel, no al de los últimos días, sino al Daniel que la enamoró, al mismo que conoció entrenando en las instalaciones del Deportivo Coyoacán, al de los triunfos y las medallas, al que le prometió llevarla algún día a Cuba a recorrer La Habana y saludar a Fidel, y que finalmente esa mañana de septiembre, para ella, había muerto como su suéter azul al que nunca, nunca más volvería a ver.

A Daniel le duele la espalda, se ha tenido que acostumbrar a manejar su taxi con una rodillera mecánica que le sujeta parte del muslo y que a mediodía, sobre todo en primavera y parte del verano le quema la piel; le duele la espalda y el corazón, aún no se acostumbra a pasar por la zona donde estuvo el Hospital Juárez, como tampoco se acostumbra a pasar por Ayuntamiento. En la medida de lo posible procura evitar las dejadas que lo acerquen a la colonia Obrera. Pero ¿qué hacer?, si sus necesidades económicas son tremendas, los medicamentos para el dolor son cada día más caros y a Marisela le urge una silla de ruedas nueva, en julio próximo él tiene programada una nueva intervención quirúrgica que, con suerte, le ayudará a recuperar un poco la movilidad de su pierna izquierda, y para colmo hay que renovar el tarjetón y la revista del taxi.

A Marisela no le importa o al menos finge no importarle mucho, el hecho de no haber podido cumplir a su madre la promesa de tenerle un jardín pequeño en donde sembrar sus rosales, tampoco le importa no sentir el césped bajo sus pies descalzos, ni salir a caminar por Ayuntamiento como solía hacer al volver de comer o de trabajar; no le importa mucho, o al menos finge no importarle, con tal de estar al lado del hombre al que ama, de “su” Daniel, al cual aún cree ver en esa fiesta, de pie con su traje verde oliendo a nuevo y con el saco manchado de brandy, aún recuerda verse bailar con él hasta la madrugada y su etílica simpatía, sus bromas, su alegría inmensa cuando a unos días del terremoto, le pidió casarse con él.

Daniel no se acostumbra aún a pasar horas y horas formado esperando turno en el hospital de ortopedia, no se acostumbra a tener que recorrer media ciudad con Marisela y su vieja silla de ruedas a cuestas y todo para que le surtan la misma receta con los mismos medicamentos que no le sirven para nada, no se acostumbra a tener que pasar tantas horas en los tribunales repitiendo una y otra vez la misma versión que declaró en cuanto estuvo consciente y que una y otra vez le han hecho repetir los Ministerios Públicos, los jueces, los agentes de tránsito que atendieron el accidente con el trolebús y aquellos abogadillos que con tal de no hacerle efectivo el seguro y alegando mil tonterías, decidieron llevar el accidente a juicio, un juicio absurdo que no tiene para cuando resolverse. Él, que tantas medallas acumuló en su juventud, él que tantos récords batió en los anales de la Comisión de Atletas de la Federación de Sindicatos Bancarios, hoy arrastra su pierna y sus esperanzas de conocer Cuba totalmente rotas.

A Daniel le duele la espalda, pero éste no es el dolor al que los taxistas como él suelen acostumbrarse con el tiempo; no, el dolor de Daniel es de otra índole y en parte, tiene mucho que ver con su paso obligado por ciertos rumbos de la ciudad.

Marzo, 2011