viernes, 15 de junio de 2007

DOÑA AURORA Y JUSTO

Esa mañana, la noticia corrió como reguero de pólvora, rompiendo la monotonía de aquella colonia de clase media-acomodada y el escándalo no era para menos: Doña Aurora, la conserje del edificio “Arlequín” yacía tirada en la sala de la conserjería, en medio de un gran charco de sangre, tenía los ojos abiertos como mirando un crucifijo que colgaba de la pared pintada de azul, tenía también un viejo revólver calibre .38 sujeto con masking-tape a su mano derecha, tenía también la mano izquierda rozando apenas, como en una última y desesperada súplica de perdón, la silla de ruedas en la que yacía sin vida el cuerpo de su hijo Justo.

Por lo demás, no había nadie más en la conserjería, nadie podría declarar nada, ni ayudar a entender los porqués que orillan a una mujer anciana, que cuida fervorosa de un hijo amputado de ambas piernas, a comprar un revólver con apenas tres balas y se decide primero a dispararle en la boca a su único hijo, su razón de ser, su orgullo, para luego dispararse ella misma en la sien.

Los peritos forenses no tardaron mucho en dar sus conclusiones: “Esquizofrenia Senil” declararon aunque, en realidad, nunca existió el menor interés de parte de las autoridades por llegar al fondo mismo del asunto, vamos pues, de encontrar la verdad y la verdad a veces no es la que uno cree conocer.


Si tan solo hubieran revisado al fondo de una caja de cartón que estaba dentro del clóset de Doña Aurora, habrían encontrado las fotografías de su hijo Justo en los tiempos en que destacaba en el equipo de básquetbol de la secundaria, de la preparatoria y de la universidad; fotos todas que fueron perdiendo color a fuerza del llanto que Doña Aurora derramó en interminables noches de lágrimas sobre ellas.

Si tan sólo hubieran revisado un poco más habrían encontrado también la carta firmada por la Federación Nacional en donde le comunicaban a su hijo Justo que había sido aceptado en la Selección Nacional de Básquetbol. También podrían haber hallado los recortes de periódicos amarillentos, algunos con las fotos del accidente, las notas en primera plana, encabezados como: Trágico accidente; Lo embiste un autobús; El conductor grave; Perdió ambas piernas; Imprudencia y alcohol y otros tantos más…


Objetos todos que tal vez –sólo tal vez- pudieran demostrar a los vecinos que, a lo largo de tres años habían terminado por acostumbrarse a Doña Aurora, a su hijo Justo y a su vieja silla de ruedas, que en realidad no estaba loca, ni esquizofrénica ni nada por el estilo, sólo estaba, por decir algo, un poco seca de tanto llorar, de tanto enjugar las lágrimas que en silencio derramaba de vez en vez su hijo Justo; de recoger cada noche, al mirar las fotos, los miles de pedazos en que se rompió el destino de ambos.

No, Doña Aurora no estaba loca, sólo estaba un poco rota por dentro, tan rota como las botellas de cerveza que aquella tarde su hijo bebió con sus amigos para festejar, antes de decidirse a manejar hasta su casa para comunicarle su alegría a su madre.

Doña Aurora no estaba loca, sólo estaba un poco cansada, cansada del rechinar de las ruedas de ésa maldita silla, que en nada se parecía al ruido que hacían los pasos de su hijo al volver de la preparatoria, cansada del silencio en que quedó sumido desde hacía un millón de horas, cansada del edificio “Arlequín” con sus estúpidas escaleras, cansada de dar lástima a los vecinos, de que alguien siempre se ofreciera a ayudarla con la silla de ruedas, de sentirse inútil, cansada incluso de Dios, su Dios que nunca le mandó el consuelo a pesar de haberle rezado casi quinientos rosarios seguidos.

Lo demás ya lo sabemos: Colocó a su hijo Justo frente a sus trofeos, puso sus tenis sobre los muñones de las piernas, le puso el balón de básquetbol entre las manos, lentamente y con una voz dulce y casi en susurros, comenzó a cantar una vieja canción de cuna para arrullarlo, mientras Justo –obediente como siempre- lentamente abrió la boca…

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