lunes, 30 de mayo de 2016

Jueves de Corpus
                   
Eso de ser fotógrafo ambulante tiene su gracia, es decir, tiene un encanto nostálgico que muy pocos alcanzan a visualizar.
Cuando tomamos una foto, captamos no sólo la imagen que las leyes de la física nos transmiten a la película de alta sensibilidad-hoy en día se utiliza la cámara digital- sino que capturamos esencias de vida, el carácter de la persona en ese preciso momento, en ese preciso instante queda guardado en la imagen capturada.

Se captura también el entorno, el lugar que dentro de algunos años habrá de ser modificado, se captura la historia y la vida misma.

Hace algunos días, por razones del calendario eclesiástico que nunca me han quedado del todo claras, se celebró en México el   Jueves de Corpus o también conocido como el día de las mulitas.
Un amigo de la infancia me hizo un comentario en las redes sociales, me dijo: “A estas horas ya andaríamos en friega tome y tome fotos ¿recuerdas?”

No pude evitar la añoranza y la sonrisa, ¿Cómo olvidar aquellos días en que ambos ayudábamos a nuestros respectivos padres?

Ambos fueron fotógrafos y ambos se preparaban con bastante anticipación a efecto de crear un escenario de utilería para que los clientes hicieran posar a sus hijos disfrazados de “inditos”, calzón de manta, camisa del mismo material y un “jorongo” de tela de jerga, sombreo de palma, huaraches y un morralito de ixtle o mecapal.




A los niños se les dibujaban bigotes  y a las niñas se les peinaba de trenzas.

La tradición nos remite a la época en que la iglesia mantenía un férreo control sobre la población indígena que, inevitablemente era controlada en su vida diaria a través de la amenaza del castigo eterno.

Nosotros nos preparábamos con bastante anticipación para esa festividad, armábamos bastidores de madera y cartón pintados simulando una pulquería, le añadíamos dos vitroleros conteniendo pulque real y sus “tornillos” (a cierto tipo de tarros se les conocía así por la forma torcida de los mismos).

También se le colocaba un pequeño mostrador con alfalfa, una mesa, sillas y piso de aserrín. En la parte externa un metate, un canasto grande con tortillas, cazuelas con mole o enchiladas y un comal de barro. No omito mencionar que estos pequeños escenarios eran todo un éxito, todos los fotógrafos que acudíamos al atrio de la iglesia no nos dábamos abasto con tantísima gente.

La modernidad se hacía presente a través de las novedosas cámaras Polaroid con sus cartuchos de 8 tomas, las más antiguas requerían untarle un fijador a las fotos recién reveladas y así, después de esperar unos minutos los clientes se llevaban de una vez su recuerdo enmarcado en foldercitos de cartulina.




La manera tradicional consistía en hacer la toma, solicitar al cliente su domicilio, pedirle un anticipo para asegurar la venta y prometerle que un plazo de dos o tres días tendría en su hogar la foto del recuerdo en tamaño postal –los tamaños 3x y 4x se comenzaron a comercializar muchos años después- el posterior reparto de las fotos tenía una logística muy particular que requeriría un texto aparte donde relatar todas las vicisitudes de tan asoleada labor.


Fueron tiempos gloriosos que nos enseñaron el valor de la responsabilidad, el respeto al trabajo y la dicha de ganarnos el pan –o una salida decente al cine- a través de la nobleza de una lente fotográfica.


*Con un abrazo afectuoso a mi amigo Esteban López II y un recuerdo cariñoso a nuestros  padres Don Esteban López y Don Vicente Reyes que seguramente se estarán contando chistes tomándose una Pepsi de “las fuertes”.


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